La
frontera entre lo trascendente y lo fútil es tan imprecisa, como el paso que un
día de lluvia da al esplendor del sol a través de un arco iris, al final de la
tarde.
¿Qué realmente es esencial y qué no? Es algo subjetivo. Como
maestra, mis estudiantes son un buen medidor.
Enfrascados en nuestros objetivos pedagógicos, a veces dejamos de saborear el disfrute por el simple disfrute, y nos asusta equivocarnos y no tener siempre la razón. Qué bueno es cuando nuestros estudiantes, y sobre todo si son niños, nos muestran lo que para ellos es importante: vivir con verdadero terror una casa embrujada en Halloween; encarnar los personajes de los comics en una muestra histórica de ficción, sin el temor a gritar demasiado y causar el caos entre los organizadores adultos; no prestar atención a los largos “monólogos” (disfrazados de explicaciones) que los maestros solemos dar creyendo que así es como los niños aprenden. Porque lo que se aprende llega de diversas fuentes, a veces casi como un golpe de suerte por el concurso en el que ganó quien no se lo merecía realmente pero del que todos, niños y adultos, democráticamente hicimos parte.
Lo
trascendental, para mí, está en esos únicos e irrepetibles momentos en que maestros y
estudiantes aprendemos cuando la pregunta nos llega al tiempo. Lo fútil, en la respuesta que los adultos siempre
tenemos a la mano.