Que ya todo lo hemos soñado. Lo que vivimos
es el recuento.
Había dormido ¿cuánto? ¿Tres? ¿Cuatro horas?
Dormí después de la película. Vi la película después de cerrar los ojos por un
tiempo indeterminado. Cerré los ojos después
de leer un libro de cartas de amor lleno de poesía e imágenes, suponiendo había sido
escrito por una mujer a quien se le había muerto su pareja. Lo leí en mi cama,
comiéndome un emparedado de pan integral con rodajas de tomate y un café,
después de haber llegado del centro comercial a donde fui a reparar mi reloj y
a buscar un libro que me devolviera, en palabras, la maraña de sentimientos que
por ratos suele ahogar mi corazón, mi cabeza, mis entrañas. ¿Estará ya escrito
todo esto que siento? Iba pensando mientras me dirigía a la librería. ¿Qué buscaba?
“Donde viven los monstruos”. Linda
historia. Me gustaron las ilustraciones. “No,
no fuí yo”. Jajaja…este trío de amigos sí que resultó poco franco, así
somos. No, no es lo que andaba buscando. “Cartas
al Rey de la Cabina”, Pasta dura roja. Qué relato más hermoso. Me quedé
fascinada con la edición y la poética del texto. Luis María Pescetti ¿De dónde
será el escritor? Parece argentino. Por el voceo. Hojeé el libro sentada en la
pequeña mesa para niños de la sección infantil de la librería, mientras un lector
diminuto, de año y medio y media lengua,
intentaba arrebatármelo con sus manitas. Me hizo recordar con una sonrisa las
palabras del joven relojero que reparó mi reloj verde y limpió aquel otro
suizo, un regalo que no sabía si valía la pena conservar. “Claro que vale la pena. Es una buena máquina” me había dicho mientras
me mostraba un par de relojes Graham de su vitrina y yo tomaba en mis manos,
por primera vez, un reloj que costaba varios millones. ¿Para quién fabrican
estos relojes? Le pregunté con una intención que no pudo captar por lo que noté
en su respuesta. “Para gente con dinero”.
Su sonrisa era bella, clara. Había llegado allí después de andar por todo el
centro comercial lleno de visitantes relajados, riendo, tomando una taza de
café, comiendo helado, sentados en las bancas mirando pasar más gente y el
tiempo. Precisamente no había sido mucho
el tiempo que me tomó autenticar los documentos en la notaría que a esa hora
del viernes se encontraba casi vacía. Es que la tarde era muy joven. Cómo me
había rendido el regreso del trabajo a casa. Mi perra me recibió como siempre.
Con su llanto de no haberme visto por siglos desde la mañana. Llanto que
anunciaba mi llegada a toda la vecindad. Me lavé las manos y la cara. Los viernes
siempre llego agotada de la dura jornada con los niños. Estuvimos trabajando en
las canasticas de papel para recoger los chocolates de San Valentín. Qué dura
faena. Con todo el coloreado, recortado, pegado. Ya habían terminado las
tarjetas para su profesor de música que se encuentra enfermo cuando empezaron
las canastitas. El profesor joven que lo está reemplazando les cayó en gracia.
Y me pareció que preferían quedarse con este joven aunque en las tarjetas le
hubieran dicho a su viejo profesor cuánto lo extrañaban y cómo esperaban su regreso.
Este amor repentino podía deberse al calor del mediodía que los hace sudar y
los agita. Recordé que tendríamos almuerzo de trabajo. Pero los platos ya
estaban casi vacíos en nuestra mesa. “Es que enseñar a escribir da hambre”,
dijo una de mis compañeras. Y entonces pensé cómo dolía crecer y sobre todo,
cómo costaba aprender a escribir. “Me duelen
los deditos”. Me había dicho uno de mis estudiantes en la clase de inglés
antes de almuerzo. “¿Qué dice aquí
teacher? No entiendo. ¿Me puedes decir por dónde voy? Es que me perdí”. Ah!
No están leyendo. Están escribiendo letras. Letras sin sentido para ellos. “Where is the cat? That’s the first question. Leí
en el tablero. “Where is the cat Camilo?”.
Pregunté a uno de mis estudiantes
apuntando al dibujo para saber si entendía la pregunta. “On the square”
respondió Camilo. Yes, the cat is on top of the square. Desde
el inicio de clase me habían preguntado si podían ir a su clase de natación.
Aún no les había contestado. Esa mañana habían llegado graneados porque el día
estaba opaco y lluvioso después de una noche de aguacero parejo. Así es en esta
ciudad, cuando se dice a llover es a llover. Sobre todo después de un día de
calor infernal. Ese aguacero me había tenido despierta por horas. Golpeaba
despiadadamente el pavimento. Chocaba iracundo contra las ventanas. Rugía feroz
sobre los techos. Parecía un monstruo atosigado sacado de su madriguera. Y la
tronadera aterradora. Mi perra temblaba bajo la cama mientras yo veía pasar las
horas en mi reloj sobre el nochero.
Ayer cuando desperté había dormido ¿cuánto? ¿Tres?
¿Cuatro horas?
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